13 julio 2005

Creación, producto... y público

La existencia y el contenido de los derechos han ido experimentando alteraciones en el tiempo, de conformidad con las concepciones sociales, políticas, religiosas, ideológicas, etc., de cada momento.

(Diario de Sevilla) Especial relevancia ha tenido la industria en la conformación de determinados derechos, en particular de aquéllos de marcado contenido económico, susceptibles de explotación comercial y de aprovechamiento por sus titulares y por quienes posibilitan su difusión.

La propiedad intelectual debe, en buena medida, su actual configuración a circunstancias tecnológicas y al interés de las empresas. Sólo el denominado derecho moral del autor (el reconocimiento universal de la autoría) permanece ajeno al interés de la industria, porque sólo beneficia al creador de la obra (no cabe el reparto económico del prestigio). Las otras facetas de ese derecho quedan condicionadas a las exigencias del editor, el productor o el distribuidor del producto de mercado en que, por virtud de la edición, se convierte el resultado creativo, dificultando la distinción entre creación y producto, cultura y beneficio. La simbiosis entre el arte y el comercio ha resultado provechosa: para el autor, la remuneración que considera adecuada por la actividad creativa desarrollada; para el empresario, el beneficio derivado de la inversión que realiza.

Ambos resultados, sin duda legítimos, son en la actualidad cuestionados por un tercero, fundamental para la eficacia de aquel binomio, pero radicalmente excluido de la fórmula: el público, destinatario imprescindible de las actividades del autor y del empresario. Hoy en día la sociedad en general rechaza la configuración del mercado de la propiedad intelectual y reclama participar en su revisión. Esta aspiración no ha encontrado favorable acogida ni en el seno de los artistas ni en el de la empresa ni, por último, en el de nuestros responsables políticos.

Es éste el ámbito en el que encuentran explicación (que no necesariamente su justificación) las prácticas que con manifiesta simpleza (terminológica y conceptual, al menos) de pretendida modernidad nuestros políticos han denominado piratería en un Plan Nacional que demoniza a buena parte de la sociedad. La copia de discos y su distribución indiscriminada mediante redes de usuarios (las llamadas P2P) son, en este momento, el sueño de los usuarios de internet y la pesadilla de la industria discográfica: acceso gratuito a un universo digital al margen de los derechos de autor.

Una reciente sentencia de la Corte Suprema norteamericana (difundida por la prensa y los foros con escaso acierto jurídico) cercena la pretensión de las compañías discográficas (y otras) de responsabilizar a los creadores de sitios P2P por los actos de sus usuarios. Mientras el desencuentro entre los interesados siga produciéndose ante los tribunales, los escasos logros de la industria (rechazables condenas individuales, pírricas victorias) contrastarán con los reiterados éxitos de los particulares (eliminación de sistemas anticopia, distribución masiva, etc.).

Es la técnica la responsable del nacimiento de los derechos económicos vinculados a la propiedad intelectual. Así, la imprenta permitió la difusión masiva de las obras, hasta entonces reservada al uso (y a la copia artesanal) de universidades e instituciones religiosas. Los nuevos derechos económicos que generaba la edición debían beneficiar al escritor, al que se hacía partícipe en los beneficios. La técnica, en manos de unos pocos (maestros de la imprenta), limitaba la posibilidad de la copia ilícita: sólo quien dispusiera de un taller estaba en condiciones de vulnerar los derechos económicos del autor y de su editor. Pero incluso entonces era inevitable la reproducción no autorizada de las obras: son bien conocidas las ediciones no consentidas de El Quijote que Cervantes tuvo que soportar, sin beneficio alguno.

Es esquema se repite hoy. La tecnología para la producción de discos (LP) en pizarra o en vinilo, limitada a unos pocos, impedía la copia no autorizada. La generalización de las cintas de casete acabó con el monopolio de la grabación. El mismo esquema explica el auge de los sistemas de vídeo. Inicialmente, el CD sólo era susceptible de grabación en instalaciones industriales; en la actualidad una grabadora de DVD no vale más allá de 50 euros. Negar esta realidad supone negar la posibilidad de afrontar el problema.

La tecnología ha permitido mejorar la calidad, el contenido y la distribución de la propiedad intelectual y, con ello, incrementar la autoría (frecuentemente, de consumo: usar y tirar) y los derechos que ésta genera. Pero el acceso a esa misma tecnología extingue el derecho que unos años antes había creado, al permitir la manipulación casera del soporte digital. Ello hace imposible la protección de unos derechos que, además, la sociedad no está dispuesta ni a reconocer (¿tiene, entonces, sentido el derecho?) ni a respetar en las condiciones actuales. Mientras esta realidad no sea asumida por la industria, el conflicto con la sociedad permanecerá.